Estamos viviendo momentos en los que, en su deseo de afirmarse a sí mismo, el ser humano tiene la tentación de encerrarse en sus propios egoísmos y ocupar el puesto de Dios. Esto trae unas consecuencias nefastas; la primera de ellas es que termina sembrando la muerte. Caigamos en la cuenta de que todo egoísmo nos lleva a la mentira y con ella nos engañamos a nosotros mismos y promovemos el engaño a los demás. Como no podemos andar en la mentira, hemos de hacernos esta pregunta: ¿se puede engañar a Dios? Nunca podemos, pues Él nos pone frente a las obras de muerte. En estos momentos de la historia de los hombres, donde legislamos la muerte, hemos de escuchar a Dios. Recordemos cómo el profeta le dijo a David: «¿Por qué has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que le desagrada?» (2 S 12, 9). Al rey David lo puso frente a sus obras de muerte. Y sigue Dios poniéndonos frente a nuestras obras de muerte. Él nos diría con palabras claras: «Estás haciendo obras de muerte y no de vida». Comprendamos las consecuencias que esto tiene y pidamos perdón.
El abandono de Dios por parte del hombre nos lleva a construir una sociedad y un mundo sobre obras de muerte y no de vida. Este mundo así construido no tiene ni presente ni futuro. Pensemos por unos momentos en la imagen que tenemos del Señor. La Biblia nos habla de un Dios viviente, que da la vida e indica la senda por la que hemos de caminar para tener la vida plena. ¡Qué fuerza tiene el relato de la creación! Dios forma al hombre del polvo de la tierra, le da el aliento de vida que es lo que le convierte en un ser vivo… y todo esto lo hace el Dios de la vida. Nuestra vida alcanza su plenitud solamente en Él. Todos los mandatos que Dios nos da son, en el fondo y en la forma, un himno precioso para decir sí a Dios, al amor, a la vida. ¿Qué nos pasa para ponernos frente a Dios y legislar para matar y, por tanto, en contra de Él? Hemos perdido el horizonte en el que la existencia del ser humano se desarrolla para que sea una existencia verdaderamente humana. Nos lo recuerda muy bien el libro de la Sabiduría: todos los hombres estamos en manos de Dios, todos los días estamos en manos de Dios, todos los días de nuestra vida se entretejen de alegrías, sufrimientos, esperanzas y fatigas.
Nadie puede hacerse dueño de la vida de ningún ser humano; su vida es de Dios y tú no puedes decidir sobre ella. Cada uno tenemos una historia, unos más grande y otros más pequeña, con posibilidades y límites. La vida es un camino para encontrarnos con Dios y nadie puede poner cortapisas, medidas, límites a ese encuentro. Tú no puedes decidir sobre la vida de nadie; la vida es de quien nos la da, que es Dios mismo. Podemos y debemos reconocer la dignidad y el valor de cada ser humano desde su concepción hasta la muerte. Hemos de custodiar y promover la vida en cualquiera de sus etapas y en las condiciones en las que se encuentre. La vida es sagrada e inviolable y no está subordinada a ninguna condición de ningún tipo, por lo que es necesaria una firme oposición a todo atentado directo contra la vida y muy especialmente contra los inocentes e indefensos. Recordemos siempre las palabras del Concilio Vaticano II: «La vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (GS 51).
Es una tragedia que una sociedad cuestione la vida y legisle así sobre ella. Recordemos y no olvidemos nunca que toda vida humana es sagrada y no hay vida humana cualitativamente más significativa que otra. Como decía madre Teresa de Calcuta, «¡la vida es belleza, admírala; la vida es Vida, es de Dios, defiéndela!». Cada vida es sagrada. Ojalá estemos dispuestos a promover el humanismo de la vida.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid