El Señor desea venir siempre a través de nosotros y, por eso, llama permanentemente a la puerta de nuestro corazón para hacernos esta pregunta: «¿Estás dispuesto a darme tu carne, tu tiempo, tu vida?». Esta voz tiene una hondura especial y una fuerza singular en este tiempo de Adviento. El Señor quiere entrar en nuestro tiempo, desea entrar en la historia humana, pues, sin su presencia, hacemos caminos para nosotros los hombres que estropean la historia y que atacan la dignidad que Dios nos ha dado. El Señor quiere tener morada en este tiempo. En el Adviento deseamos aprender de nuevo cómo el Señor puede venir a través de nosotros. Es hora de despertar del sueño, de atrevernos a vivir y tener el coraje de existir en coherencia con lo esencial. En nuestra sociedad, marcada en muchas ocasiones por la cultura del vacío, el Adviento irrumpe como luz en la noche; es un tiempo para abrir los ojos a la Luz que es Cristo y decirle: «¡Ven, Señor Jesús!».
Como discípulos de Jesucristo, como discípulos misioneros, tenemos un compromiso real: llevar la alegría a los demás en este momento. La Navidad es la verdadera alegría —Dios con nosotros y entre nosotros— y esta alegría podemos comunicarla a todos los hombres de modos muy sencillos. Descubramos la hondura que alcanza nuestra vida y la de los demás cuando tomamos conciencia de que, habiendo conocido a Jesucristo, teniendo su vida en nosotros por el Bautismo, nos hacemos portadores y transparencia en este mundo de la alegría liberadora de Dios. La hemos conocido en Jesucristo y la hemos experimentado: el Señor nos ha regalado su vida, una manera de ser y de estar en el mundo junto a los hombres.
¡Qué hondura debe alcanzar este tiempo de Adviento para nosotros! Nos despierta, nos recuerda que Dios viene, que viene hoy, ahora mismo. Y no es un Dios que está en el cielo, fuera de nosotros, fuera de nuestra historia, sino que es un Dios que viene a nuestra vida, que se interesa por todo lo nuestro. Es Dios con nosotros y entre nosotros, y esto hay que comunicárselo a todos los hombres. Tenemos la obligación de convocar a toda la humanidad a salir al encuentro del Señor que viene. Vino a este mundo, se hizo Hombre, nació de María la Virgen en Belén. Pasó haciendo el bien. Murió por nosotros, dio la vida por todos los hombres. Deja a su Iglesia para que seamos testigos de su vida y de su amor en este mundo, al decirnos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio». Nos pide orar, hacer las obras buenas que Él quiere que hagamos para que los demás comprendan que viene para liberarnos de todo mal.
Los discípulos del Señor tenemos el deber de apresurar la venida de Jesucristo: vino a Belén hace 20 siglos y viene en cada momento a la vida de todo hombre y mujer que se abra a Él. Con la oración, con las obras buenas inseparables de la oración, fomentando con nuestra vida y ejemplo el deseo de salir al encuentro de Cristo, haremos de este mundo un lugar más humano, más fraterno. Tomemos la decisión de vivir más ocupados los unos de los otros, para que todos alcancemos la verdad de nuestra vida. Así habrá más justicia, más amor, más ocupación por el bien de los otros… Lo conseguiremos unidos a los hombres de cualquier nación, cultura y raza, creyentes y no creyentes, pues, en lo profundo de su corazón, cada persona alberga el mismo anhelo de un mundo de justicia, de paz, de fraternidad, de vida y de amor. En el fondo se hará verdad ese deseo del Señor: «Estaré con vosotros hasta el fin del mundo».
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid