La fe cristiana entró con tal fuerza en Europa que así aprendimos a mirar al otro. No olvidemos nunca esta manera de ser y de vivir que acogimos con la predicación apostólica y que ha diseñado nuestras relaciones. ¡Con qué hondura lo hicieron los españoles en el descubrimiento del Nuevo Mundo! Cómo cambia nuestra vida al acoger a Jesucristo. ¡Cómo la diseña cuando le dejamos que habite en nosotros y se hacen verdad esas palabras paulinas: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí»! ¡Cómo caló en Europa el valor humanizador de la fe cristiana! Hemos sido capaces de obras y tareas que han dado humanismo verdad, que han dado hondura a nuestra vida, que han favorecido la convivencia y el respeto, que han promovido la libertad.
La decisión por el bien o el mal nos la hace tomar Jesucristo. Podemos contemplar o no el rostro del otro. Si tenemos fe en Él, lo veremos en su realidad más bella, como viva imagen de Dios. Entonces la cara del otro tiene una fuerza singular, pues siempre que lo ves surge y se da una experiencia fundamental en nuestra vida, en nuestro ser más profundo: hay una llamada a la libertad, una llamada a que lo acoja y lo cuide, consciente del valor que tiene y que encierra en sí mismo. No puedo mirar al otro para ver cómo lo puedo acomodar a mi interés propio; he de buscar siempre respetar y promover esa imagen que es. ¡Qué belleza alcanzamos cuando miramos al otro y lo vemos como imagen de Dios!
No podemos perder esta gran riqueza: veamos siempre el valor único e irrepetible de la persona, creada a imagen de Dios. Esto tiene unas exigencias fundamentales para cada uno de nosotros, cargadas de exigencias para mi libertad: tengo necesariamente que dar espacio al otro. La experiencia de la vida concreta nos enseña quién es el hombre. Lo aprendemos especialmente en el encuentro con alguien que sufre, en las víctimas del poder, en las personas que están indefensas. Hagamos memoria de ese retrato del Evangelio de Jesús frente a Pilato. A través de él podemos hacernos esta pregunta: ¿quién es el hombre? Un injuriado, azotado, coronado de espinas, insultado, condenado a morir. Jesús, siendo Dios y teniendo más poder que Pilato, se manifiesta débil, indefenso, sin voz para defenderse. El Señor quiere responder a esa pregunta de ¿quién es el hombre? El hombre es imagen de Dios, conocemos quién es y no podemos cerrar el corazón a nadie.
La pregunta lleva aparejada la de ¿quién es mi prójimo? Europa no puede olvidar que se hizo grande al acoger a Jesucristo ni que su historia se construyó con la sabiduría que da saber la dignidad del ser humano. Somos imágenes de Dios, tenemos un valor sagrado, único, irrepetible, y ello supone hacernos próximos a todos, detenernos, bajar de nuestra cabalgadura, acercarnos, aproximarnos al otro, ocuparnos de él. No perdamos lo que nos hizo ricos. Europa aprendió de Jesucristo que la mirada que tengamos hacia el otro decide sobre mi humanidad. Puedo tratar a los demás e incluso a mí mismo como una cosa y así me olvido de su dignidad y de la mía, que nos dio Dios mismo cuando nos dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza […]. Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1, 26. 31). Europa no puede olvidar el puesto del hombre y la riqueza que le asignó Dios.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid