Santos: Teresa del Niño Jesús, virgen; Remigio, Tomás, Celsino, obispos; Severo, Bavón, Adiosdado, confesores; Prisco, Crescente, Evagrio, Verísimo, Máxima, Julia, Aretas, Domnino, Piato, mártires; Virila, abad; Vulgisio, Bavón, ermitaños; canonización de120 mártires chinos.
Ha sido un regalo de Dios a la sociedad actual tan perdida en la ampulosidad de la verborrea político-social, ufana por adelantos técnicos y con el racionalismo metido en los tuétanos. Su vida ignorada impactó de modo fulminante a los sencillos y a los que se metían entre los «listillos», a pesar de que, con la mejor de las intenciones, la hayan transmitido con tintes de cursilería, comenzando por llamarla por el diminutivo Teresita o La florecilla de Jesús. Lo suyo fue una vida silenciosa, ignorada, falta de salud, no demasiado bien vista por sus compañeras de convento, en un ramplón convento de provincia, pero con una confianza ilimitada en Dios. Solo veinticuatro años bastaron para que Dios hiciera de ella una flor. La Iglesia reconoció lo sublime de su sencilla vida y la hizo Patrona universal de las misiones en 1927.
Nació en Alençon en 1873, el 2 de enero. La bautizaron el día 4. Es la última de los nueve hijos del matrimonio de Luis Martin y Celia Guérin. Él es relojero y joyero; ella hace y vende encajes en su pequeña tienda. Son una familia acomodada. La señora Martin muere de cáncer en 1877, cuando tiene Teresa cuatro años y medio, provocándole el desarrollo de una extremada hipersensibilidad. Hay cambio de domicilio familiar buscando el calor de parientes próximos y mejora en las perspectivas de relación social; desde ahora es Lisieux donde transcurrirá la niñez y juventud de Teresa, sin más cosas notables a señalar salvo el especial trato con su hermana Celina, con quien coincide en gustos y detalles, su formación de cultura general en la abadía de las cistercienses, y los sacramentos de la primera confesión, comunión y confirmación por el obispo de Bayeux, monseñor Hugonin, recibidos en esa época.
Después de la marcha a la vida religiosa de su hermana Paulina, que se fue a las monjas carmelitas de la ciudad, vivió una segunda orfandad. A raíz de este acontecimiento se declara en Teresa una extraña enfermedad que no saben muy bien diagnosticar los médicos. Otra hermana, esta vez María, se hace también carmelita. Y Teresa, en el mes de julio del 1887, ante la contemplación de una estampa del crucificado, se siente movida en ansias de salvar a todos los hombres.
Ella también quiere entrar en el Carmelo. Pero solo tiene quince años y, aunque ha obtenido el permiso paterno entre apuros, hay dificultades eclesiásticas. Por fin, el obispo Hugonin dará su permiso después del viaje que hizo Teresa con su padre a Roma, donde tuvieron que arrancarla de los pies de León XIII, mientras le pedía el favor de que le franqueara las puertas sin obtener más que una sonrisa y una respuesta vaga.
El 2 de abril de 1888 es la fecha de su entrada en el convento nada especial y más bien mediocre de Lisieux. En 1890 toma el velo negro, siendo priora la madre María de Gonzaga, mujer corriente, vulgar, susceptible e irritable, con ánimo cambiante, que se las arregló para tratar a Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz con cierta severidad. Allí ya hay tres hermanas Martín y una cuarta, Celia, que se ingresará en 1894. Pero no hacen clan.
De Teresa no hay cosa especial que mencionar en sus primeros años de monja; es una religiosa como deben ser las demás: fiel, observante con delicadeza, alegre, jovial y de buen trato. El cargo más alto que tuvo en el convento fue de ayudante de la maestra de novicias; nada más. Por dentro iba Dios moldeando su alma a su gusto en el juego misterioso y profundo de la vida interior. En la lectura de la primera carta a los Corintios descubre su puesto en la Iglesia; comprende que su vocación es amar. Se le han abierto insospechados mundos de confianza sin límites en Dios, de ponerse en sus manos, de situarse en una rendida actitud de humildad y de servicio. Lo suyo es el Amor. Y lo madura en la recia doctrina –que le embelesa– de san Juan de la Cruz. No es nada nuevo; está en lo más genuino del Evangelio lo que le lleva a saberse y sentirse hija de Dios y a vivir con coherencia lógica aplastante la infancia espiritual que a ella le gustaba llamar con tono infantil caminito. Los sacerdotes y su santidad, las misiones, la conversión de los pecadores son asuntos de amor a Dios y a la Iglesia que hieren profundamente su sensibilidad.
Prueba de que lo que vive con gozo es real y verdad se refina en la tuberculosis, que la llevó a la muerte en el amor. Hemoptisis, fiebres, ronquera, vómitos, pérdida irrecuperable de peso hasta llegar a romper los huesos su piel haciendo llagas que se infectan, terrible dolor y, la más dura prueba: desaparición del sentimiento y desolación total. Solo quiere lo que quiere Dios y lo que pide es no ofenderle jamás. Así maduran la fe y la confianza; con el abrazo fuerte a la voluntad de Dios que la conduce al rendimiento absoluto y total. Alentada a sufrir por el apostolado, recibe la muerte tras los 18 meses de enfermedad, con sonrisa en el rostro. Cambió de casa el 30 de setiembre de 1897.
La beatificaron en el año 1923 y a los dos años fue canonizada. Comparte con Juana de Arco el Patronazgo de Francia.
La publicación de unos cuadernos –no excesivamente cuidados– que escribió por mandato de la superiora y llamados Historia de un alma –una de las autobiografías espirituales más leída de todos los tiempos– han hecho furor en la primera mitad del siglo xx, han contribuido a la conversión a muchos lectores y ayudado a replanteamientos nuevos sobre el sentido de la vida y el modo de emplearla. Quizá estos hayan sido los más preciados milagros entre los muchos que se le atribuyen y el cumplimiento de su misteriosa promesa «después de mi muerte dejaré caer una lluvia de rosas».