En la fiesta del Corpus Christi, al ver a tanta gente, de edades diversas, recorriendo las calles de Madrid junto al Señor, pensaba en los conflictos que asolan tantos países y en lo importante que es decidirse a construir la historia personal y colectiva acercando el amor de Dios a los demás. Desde lo más profundo de mi corazón, decía al Señor: «Danos, a todos los hombres y mujeres que habitamos esta tierra, esa manera de vivir y de estar en medio de los hombres. Que sepamos regalar tu amor, que trae y nos regala las bases de la verdadera fraternidad, esa en la que se gesta la paz que manifiesta el Reino de Dios».
¡Cuánta gente a través de la historia ha visto cómo en su vida era el Señor quien movía su corazón para volver a las sendas de la paz y el bien! ¡Cuántos seres humanos, al vivir con el amor del Señor, se sitúan en el respeto absoluto a la vida desde su inicio hasta su término, velando siempre por la dignidad humana! En el corazón del ser humano hay un deseo de una vida plena, de fraternidad vivida y manifestada, de una comunión con otros que pasa por despojarse de enemigos y contrincantes para ver a hermanos que acoger y querer. Ojalá vivamos siempre con la ilusión de promover la concordia y la paz en este mundo, resistiendo a la tentación de comportarnos de un modo indigno de lo que es el ser humano como imagen y semejanza de Dios. Frente a toda clase de guerras, divisiones y enfrentamientos, decidámonos por construir un orden justo mundial. Vivir y contagiar esa paz buena, que es don de Dios, nos ha de llevar a tener la valentía de reconciliarnos con nosotros mismos. Si no te perdonas, si hay guerra dentro de ti, no podrás llevar paz a nadie.
Acércate a Jesucristo. Es verdad que hoy algunas tendencias o corrientes culturales pretenden dejar al ser humano en estado de infancia o de adolescencia prolongada, pero la Palabra de Dios siempre nos estimula a alcanzar la madurez, a comprometernos con todas nuestras fuerzas en el grado más alto de humanidad, que es vivir repartiendo el amor de Dios. Recordemos cuando san Pablo pide a los cristianos que no nos comportemos como los paganos, es decir, según «la vaciedad de su mente, sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios» (Ef 4, 17-18). Los discípulos de Cristo no podemos aceptar permanecer en estado infantil, dejándonos zarandear por la primera doctrina que llegue a nuestra vida, sino que «tenemos que llegar al hombre perfecto, a la madurez plena de Cristo» (Ef 4, 13). Jesucristo ha venido a restaurar la imagen del hombre que se desfigura por el pecado, ha venido para regalarnos al hombre perfecto desde el que se mide el verdadero humanismo.
En esta tierra, las relaciones entre los hombres, las situaciones de conflicto que estamos viviendo, nos llevan a ver la urgencia y la necesidad de dar vida siempre. Solo así se ponen las bases de un humanismo integral, necesario para el desarrollo de los pueblos y de toda la familia humana. Hagamos nuestras aquellas palabras del Papa san Pablo VI: «Si para llevar a cabo el desarrollo se necesitan técnicos, cada vez en mayor número, para este mismo desarrollo se exige más todavía pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo, asumiendo los valores superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación» (Populorum progressio, 20).
Los cristianos tenemos que ofrecer y entregar un proyecto para esta humanidad en un momento decisivo de la historia. Urge ofrecer un nuevo paradigma para pensar los conflictos de todo tipo. Volvamos a leer y meditar la encíclica Pacem in terris. Estamos viendo una vez más que las opciones bélicas, las opciones por la guerra, surgen del deseo de hegemonía política, económica, etc., de un determinado estado y por la debilidad de la autoridad internacional. Hemos de buscar, de educar, de vivir esos valores básicos sobre los que tiene que apoyarse la construcción de la paz y que con tanta belleza nos ofrece san Juan XXIII entre los números 139 y 147: que se cree una autoridad mundial para cuidar las relaciones internacionales entre los pueblos y personas guiadas por la ley moral con esos valores imprescindibles como la verdad, la justicia, el amor, la solidaridad y la libertad.
Ofrece belleza a esta humanidad; que todos los pueblos y naciones busquen el bien común. La paz es una de las grandes opciones personales y de los grupos. Hay dos exigencias que condicionan las estrategias de la paz: el desarrollo pleno de los pueblos y el mayor respeto y la defensa de los derechos humanos. Que haya respeto a la vida, a la dignidad y a los derechos de la persona, y que se promueva el desarrollo humano.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid