En este Año Santo de san Isidro Labrador que estamos viviendo en Madrid, el Señor nos está recordando que ser santos no es un privilegio de unos cuantos elegidos. No. Todos nosotros, en el Bautismo, hemos recibido una herencia maravillosa y de una trascendencia muy grande para los hombres: la herencia de poder llegar a ser santos. La santidad es una vocación que hemos recibido todos, no es un privilegio de algunos. Los bautizados estamos llamados a entrar por este camino que tiene nombre y rostro: Jesucristo. ¿Quién nos enseña a ser santos? ¿Quién nos ha dado la vida para serlo? Tenemos que recorrer el camino de las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12). ¿Dónde tienes puesta tu seguridad? ¿Tienes la seguridad en cosas o la tienes en el amor de Dios? Ten en cuenta que este amor te hace eliminar las complicaciones que a menudo aparecen en tu corazón; este amor de Dios te hace sencillo y humilde; te quita todo aquello que te hace presumir de algo que no tienes; te hace ser artífice de la paz, del encuentro, de la reconciliación, de la misericordia. ¿Te atreves a vivir de la vida que el Señor te dio en el Bautismo?
Cuando uno se acerca a la vida de los santos, ve la variedad de formas, matices y colores que tiene la santidad que nos regala Jesucristo, pero, de una manera u otra, destacan por vivir con todas las consecuencias la causa del Evangelio. Entregan la vida para vivir la fidelidad a Jesucristo. ¡Qué hondura alcanza nuestra vida cuando nos vemos todos siendo pecadores! ¡Todos somos pecadores! ¿Pero quién nos salva? Cuando somos capaces de acoger la gracia que nos da Jesucristo, Él se encarga de cambiar nuestra vida y de cambiar nuestro corazón de piedra por un corazón de carne, un corazón que palpita al unísono del corazón de Cristo. El Señor es bueno, su misericordia llena y cambia siempre la vida cuando dejamos que entre en la nuestra. El Señor nos espera y nos perdona.
Siempre me gustó leer las vidas de los santos, de los amigos de Dios, de esos hombres y mujeres que aseguran que nunca defrauda Jesucristo, que vivir en la radicalidad del Evangelio en la vida diaria de cada uno, sea laico, consagrado o sacerdote, merece la pena. No fueron superhombres o supermujeres ni nacieron perfectos. Fueron capaces de vivir una vida normal, tuvieron alegrías y tristezas, padecieron dolores y a veces fatigas muy grandes, pero siempre mantuvieron la esperanza.
¿Qué es lo que cambia la vida de estos santos, hombres y mujeres de Dios, que viven enteramente para Él? Sencillamente que conocieron el amor de Dios y vivieron por amor a Dios y por regalar ese amor a quienes se encontraron en la vida. Nunca pusieron condiciones a Dios y, cuando vivieron adversidades, las acogieron como parte de la cruz del Señor que tenían que llevar y cargar también. ¡Qué belleza adquieren sus vidas cuando las vemos gastándose por servir a los demás, por regalar la proximidad de Dios a quienes se encuentran en la vida!
Uno comprueba en las vidas de los santos que nunca odiaron. Y es normal, pues el amor viene de Dios y el odio no es de Dios. Mantuvieron la alegría de hombres y mujeres resucitados con Cristo, siempre sirviendo a los demás. Así tenemos que leer la vida de san Isidro Labrador, que ha trascendido a todos los continentes, a todas las culturas. En él han visto a quien se fio totalmente de Dios. En este hombre sencillo vemos a alguien que nos sigue diciendo: «¡Fíate de Dios! ¡No tengas miedo a dejar entrar en tu vida al Señor! ¡No tengas dificultad para hablar y anunciar el Evangelio! ¡Permanece fiel a Dios y a su Palabra y experimenta el consuelo de su amor!». Si quieres ser santo, y estoy seguro de que lo quieres, es clave saber que la santidad no es algo que tú alcanzas, sino que es un don que nos da el Señor cuando nos toma para sí y nos reviste de Él con su vida. Y, como ves, para ser santo lo único que hay que hacer es vivir del amor de Dios y ofrecer el testimonio de nuestras vidas en las ocupaciones de cada día.
Con gran afecto, te bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid