Qué día tan dichoso fue el de la Ascensión del Señor para los discípulos. Ellos que habían visto a Jesús destrozado en la cruz. Ellos que habían dudado de la resurrección cuando otros les daban testimonio. Ellos que habían tenido dificultad para reconocerlo en las apariciones. Hoy, Jesús, con toda solemnidad, se les aparece por última vez y asciende glorioso al cielo.
Hoy es un día para alegrarnos, también nosotros, en dos aspectos: el primero y más importante, en Jesús. Él descendió para llegar hasta nosotros, que estábamos hundidos en el pecado. Hoy, Él culmina esa obra que comenzó en la Encarnación, después de haberse entregado a sí mismo hasta el final. Termina su vida terrenal y culmina la misión que el Padre le encomendó, que no es otra que unirnos a Él y elevarnos con Él a la Vida eterna. Por eso, hoy, visiblemente, asciende al cielo como Dios y como Hombre.
Y aquí viene el segundo aspecto en que nos gozamos hoy: en nosotros. Sí, porque como nos dice la Liturgia de hoy: “donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros, como miembros de su cuerpo”. En el momento de nuestra muerte, se separará nuestra alma de nuestro cuerpo. El Señor nos juzgará. Y, si somos dignos, entraremos en el cielo. Luego, al final de los tiempos, en el juicio final, también nuestro cuerpo irá al cielo. Pues esta realidad, hoy la realiza Jesús en sí mismo a la vista de los discípulos, para que tengamos la certeza de que también nosotros un día, si somos fieles, entraremos con nuestra alma y nuestro cuerpo en la gran fiesta de la Eternidad.
Pero, si estamos llamados a ascender al cielo, hermanos, si ese es nuestro fin, no podemos pasar ni un día sin levantar nuestra mirada hacia allí. No hagamos como, cuando estamos conduciendo y hace mucho sol, que bajamos ese parasol que nos reduce tanto el campo de visión. No andemos mirando solo a lo que tenemos delante. Elevemos nuestra mirada. Alegrémonos de que estamos llamados ni más ni menos que a entrar en la gloria de Dios. Si hacemos esto, no habrá agobio que pueda con nosotros, las tentaciones no tendrán casi fuerza, nuestra vida se llenará de paz y de alegría.
Pidamos a María, que también está en el cielo en cuerpo y alma, su intercesión para alegrarnos hoy, y para vivir con la mirada puesta en el cielo. Jesús está allí sentado a la derecha del Padre intercediendo por nosotros como Sumo Sacerdote. Confiemos plenamente en Él, que también nos ha prometido que estará aquí con nosotros hasta el fin de los tiempos.