Hace pocos días hemos celebrado la fiesta de san Juan de Ávila. Los sacerdotes hemos vivido el gozo del ministerio que este santo supo cantar tan bellamente con su vida, predicaciones y escritos. Nuestro ministerio nació en el Cenáculo junto con la Eucaristía y, como nos decía el Papa san Juan Pablo II en su última carta con ocasión del Jueves Santo, «la existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, forma eucarística». Ha de ser la Eucaristía el centro de nuestra vida y ha de configurar la misión que el Señor nos ha regalado. Personalmente creo que el cultivo de la forma eucarística nos ayuda a vivir y a dar forma a esas dimensiones constitutivas y complementarias de la Iglesia como son la comunión y la misión, la unidad y la evangelización.
Me he puesto a escribiros esta carta después de haber celebrado la Eucaristía y, siguiendo los consejos de san Juan de Ávila, me he dejado envolver en esta realidad para poder hablar al corazón, pidiendo al Señor que me dé su entender. Los sacerdotes en Cristo eucarístico podemos contemplar el modelo de un diálogo vocacional entre la libre iniciativa del Padre y la respuesta confiada de Cristo; los sacerdotes estamos destinados a perpetuar ese ministerio salvífico a lo largo de los siglos, hasta que el Señor vuelva. En la celebración de la Eucaristía es el mismo Cristo quien actúa en quienes Él ha escogido como ministros suyos, pues es Él quien nos sostiene para que, llenos de confianza y gratitud absoluta, eliminemos todos los temores.
Siempre me ha parecido que, en cuestiones importantes, es necesario volver al Evangelio para ver lo que dice el Señor. Y vemos cómo Él, en muchas ocasiones, se retiraba para orar. Para volver al fervor apostólico de los primeros, es bueno e importante que también nosotros hagamos lo mismo: necesitamos el retiro, necesitamos estar a solas con el Señor y desarrollar nuestra amistad con Él. Solamente desde ahí podremos desempeñar nuestro ministerio con fuerza, con convencimiento, con sabiduría y, sobre todo, viviremos llenos de la alegría del Evangelio que nos impulsará a llevar a Cristo a todos los hombres. Los que somos activos sabemos que toda nuestra actividad exterior puede quedar sin fruto, puede perder la eficacia, si no brota de esa profunda e íntima comunión con Jesucristo. Este tiempo de encuentro con Él es también un tiempo de actividad pastoral, de tal modo que, sin este tiempo de intimidad, pierde hondura, eficacia y sentido la actividad pastoral. Ahí tenemos los escritos de san Juan de Ávila que nos ayudan a entender la unidad que existe entre relación íntima con Jesucristo y actividad pastoral.
¿Qué esperan de nosotros los hombres? Después de tantos años de ministerio vivido día a día en lugares y situaciones muy diferentes, no puedo deciros otra cosa que lo que quieren y desean todos, hombres y mujeres, niños, jóvenes y mayores, es que los ayudemos a encontrarse con Dios. No nos piden a los sacerdotes que seamos expertos en economía ni en política, ni en cualquier otro menester, aunque son buenos y necesarios para cuidar el mundo, construir la fraternidad y dar a la vida entre nosotros altura y densidad. A los sacerdotes nos piden que seamos expertos en sabiduría eterna que hace posible que los humanos nos llenemos de sabiduría para vivir y dar vida. Y para ello es necesario dejar que sea Él quien nos forme, de tal modo que, cuando tomamos en nuestras manos el Cuerpo y la Sangre del Señor para alimentar al Pueblo de Dios, sintamos el gozo del asombro, de la adoración, de la entrega total, y podamos decir con san Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí».
Hoy de una forma singular quiero acercar a la vida de los sacerdotes lo que significó el gesto de la unción en nuestras vidas. Recordemos cómo Jesús da testimonio de que ha sido ungido por el Padre para «anunciar el año de gracia». La unción es símbolo de gozo y de alegría. Quienes hemos sido ungidos como sacerdotes, pidamos al Señor que nos enseñe a ungir el corazón de nuestros hermanos con un corazón de padres, de hombres cercanos a ellos, de hombres que nos brindamos a la familia humana en todo y para siempre, tanto cuando abrazamos a justos y pecadores como cuando repartimos todo y no nos guardamos nada. Así lo hace Jesús: perdona siempre; no escatima nada; festeja la vida de los demás; nunca se cansa de esperar, de regalar misericordia; su vida esta fraguada por esa espera de cada día; espera todo lo que haga falta…
Por otra parte, nosotros los sacerdotes tenemos que hacer posible que siempre nos tratemos como ungidos, en el trabajo y misión que realizamos por mandato del obispo, es decir, unidos, codo con codo y al servicio de los hombres, sabiendo que respiramos el mismo perfume que emana del Evangelio y que nos hace uno con Jesucristo. El Señor nos ungió para darnos como Él del todo, a todos, para todos, y nos solamente cuando las cosas marchan bien, sino también en las dificultades. Nunca consintamos que entre lo que no es del Evangelio en nuestra vida. ¡Qué fuerza tiene saber que hemos de ungir a nuestro Pueblo en la fe bautismal que nos hace Pueblo de reyes, de sacerdotes y Pueblo de Dios! También hemos de ungir al Pueblo de Dios de esperanza, de esa que nace cuando nos ponemos en manos de Jesús, y no de nuestras opiniones o de quienes tratan de modelar a su manera la misión de la Iglesia que le ha sido encomendada a Pedro y sus sucesores, hoy el Papa Francisco. Convencidos de que los sacerdotes, con sus manos, nos libran y nos sanan, de que sus labios nos dicen la verdad que consuela nuestro corazón y que nos hace gozar.
Pero también hemos de ungir a nuestro Pueblo de caridad, en las familias, entre los esposos, entre los padres y los hijos, que sientan la cercanía de Jesús que pone bálsamo en el hogar, que todos cuenten. Hemos de ungir de caridad a toda la comunidad, de tal modo que se perciba su presencia en medio de las gentes. Los que quieren organizar la Iglesia según sus ideas son falsos profetas. La Iglesia la ha organizado Jesucristo y pone al frente de la misma a quienes Él quiere.
Nosotros, los sacerdotes, siempre deseando vivir desde la configuración que Jesucristo nos ha dado, consagrados por la unción, enviados para llevar la unción con fervor apostólico a todos los lugares, misioneros para que nuestro pueblo en Él tenga vida. Miremos a Jesús y dejémonos mirar por los ojos sabios de nuestro Pueblo, sí, esos ojos pedigüeños que no permiten que nos aislemos ni nos apartemos de ellos, ojos agradecidos, ojos que nos dicen: «Mírame, dame la Vida, dame a Jesucristo, hazme sentir que soy miembro vivo de la Iglesia». La unidad y la esperanza se cuidan con pequeños detalles como lo hizo Jesús: falta una oveja y Jesús sale a buscarla, se acaba el vino y Jesús hace su primer milagro… Lo que más le importa a Dios es que los sacerdotes seamos sus amigos, regalemos su presencia y mantengamos la fe, la esperanza y la caridad.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid