En esta situación histórica por la que está pasando la humanidad, con la pandemia y tantos conflictos y exclusiones, es importante ver la necesidad que tenemos de abrir nuestras vidas a Dios. Ningún programa de los que presentamos los seres humanos está saciando la sed que todos tenemos de vida, de paz, de fraternidad, de salir del encierro en nosotros mismos… De forma especial en los últimos tiempos ha emergido la urgencia de la cultura del cuidado, de cuidarnos unos a otros, y ahí el Señor es el mejor Maestro.
De hecho, en un curso de verano antes de las vacaciones me invitaron a dar una conferencia y hablé de la oración del padrenuestro, entre otras cosas, porque entiendo que da las claves de esta cultura del cuidado tan necesaria. Cuando lo rezamos estamos reconociendo que creemos en un Dios que es Padre, de nosotros que lo conocemos, pero también de quienes no lo conocen y de quienes tienen otras creencias. Decir «Padre nuestro» es reconocer lo que Jesús nos enseñó –que hay un Dios que es Padre de todos los hombres– y, cuando uno cree y asume esto, se convierte en hermano de los demás. Descubrir que somos hermanos es un gran compromiso y una gran responsabilidad. El título de hermano transforma la propia vida y, a buen seguro, puede transformar el mundo. ¡Cuántas cosas cambiarían si tomásemos conciencia de lo que decimos al pronunciar la oración que salió de labios de Jesús!
El domingo pasado, cuando escuchamos el Evangelio de aquel sordomudo, comencé a pensar en mí mismo y en tanta gente que nos rodea. Y me pregunté: ¿no estaremos en este momento de la vida de la humanidad, con diversas variables, rodeados de sordos y mudos? Son muchas las situaciones que estamos viviendo que nos muestran sorderas e incapacidades para hablar y dialogar. Es verdad que la pandemia nos asustó y todavía genera inquietudes, pero ¿nos hizo escuchar y hablar desde lo más profundo de nuestra vida? Aquel sordomudo con el que el Señor se encontró y al que ayudó a incorporarse de una forma nueva a la sociedad, devolviéndole el oído y la voz, alude también a nuestra necesidad de escuchar y tener palabras que construyan, que ofrezcan horizontes de verdad y de vida, de confianza y fraternidad, de paz y justicia… A ello nos ayuda vernos a nosotros mismos, examinar nuestras actitudes, y preguntarnos: ¿estamos sordos?, ¿escuchamos a todos?, ¿estamos mudos?, ¿sabemos comunicar vida? Nuestro mundo necesita hombres y mujeres que escuchen y hablen con palabras y obras. ¿Por qué no nos dejamos tocar por Jesucristo el corazón? Aquel sordomudo tuvo la experiencia de cómo Jesucristo le daba una nueva vida; se dejó tocar el corazón por el Señor: «Effetá», «ábrete».
Como se manifestó en el II Encuentro Internacional de Líderes Católicos celebrado el pasado fin de semana en Madrid, estamos sordos porque no escuchamos los gritos de tantas y tantas personas, y mudos porque no sabemos decir nada nuevo que impulse a tener y regalar vida en abundancia. Somos como el sordomudo del Evangelio, que no podía oír ni podía hablar y estaba incapacitado para escuchar e incapacitado para comunicarse. Para salir de esta situación es importante reconocer la presencia de Dios en nuestra vida y dejarnos curar por Él. Todo es diferente. Cambian nuestras relaciones porque, tal y como os decía antes, Jesús nos mostró con su propia vida que hay un Dios que es Padre y no podemos permanecer impasibles ante lo que ocurre a los demás. Esto es fundamental siempre y, de manera muy clara, ahora que empezamos un nuevo curso.
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid