Los acontecimientos que estamos viviendo crean incertidumbre, miedo y desconcierto. Estos sentimientos se han convertido en nuestros vecinos y se han empadronado en nuestro vivir diario. Por otra parte, no acabamos de afrontar los verdaderos problemas que tenemos entre nosotros. No es bueno poner la vida y la historia de un pueblo en una única dirección. No se puede estar comenzando siempre como quien inicia todo desde cero, ayuno de toda tradición. No podemos permitirnos que cada generación comience a pensar España, a construir la sociedad, a descubrir la verdad, o a realizar el bien desde la nada. Pensar España significa también volver con amor la mirada a todo lo pasado. Tenemos que recoger el legado de la historia entera para poder realizar el proceso de una nueva siembra. Solo así podremos embarcarnos en un proyecto ilusionante común que integre el rico pluralismo que nos caracteriza.
Todos los que integramos esta Nación, hemos de realizar una conversión mental y un cambio de corazón. No nos hemos dado cuenta del giro copernicano que se ha producido en los últimos cuarenta años: algunos siguen luchando contra unos molinos de viento que ya ni siquiera existen. Nos encontramos ante la sagrada tarea de crear conciencia entre nosotros, de coger en nuestras manos el destino compartido, de darnos y respetarnos nombre y rostro multiforme, de no abandonarnos ciegamente a nadie, tampoco al Estado, para que nos diga su verdad y resuelva en solitario los problemas. La sociedad civil tiene su propia palabra y su responsabilidad en esta hora. La ha ejercido de manera meritoria durante la pandemia. Debe recuperarla con el ejemplo: demandando de los políticos cordura y comportándose responsablemente.
El virus moral de la intolerancia, la demonización del que piensa distinto, la falta de entendimiento entre autoridades, en definitiva, el descrédito de la política, compiten en peligrosidad y transmisibilidad con el coronavirus. El cálculo de votos no puede importar más que la preocupación por la salud física y psíquica de las personas. Hay que tomar medidas para paliar los efectos de esta devastadora crisis que sufrimos todos, pero que afecta más intensamente a los empobrecidos por ella.
Tenemos por delante de nosotros un problema llamado España. Se trata de un problema cultural y moral. Necesitamos metas elevadas que ayuden a alzar el vuelo, que dignifiquen la noble tarea de la política, que eleven las conciencias y que inyecten la vida social con virtudes públicas y privadas. Urge que nuestros líderes políticos se pongan de acuerdo, que primen las evidencias científicas y no los intereses de cada cual. Los virus nos matan a todos. No saben de ideología, ni de simpatías políticas. Necesitamos líderes humildes, dispuestos a reconocer que no lo saben todo, capaces de perdonar y de pedir perdón, atentos a colaborar con quienes piensan distinto, con sentido de Estado, que pongan el bien común por encima del propio. Tenemos que redescubrir nuestra identidad, procurando hacer piña con lo que nos une y cuidando lo que nos diferencia y enriquece. Hay que derribar muros y construir puentes. No se pueden levantar murallas, aunque sean de otro color. Debemos anteponer el sufrimiento de las personas a las ideologías. Tenemos que cultivar la tradición y la memoria, pero también es preciso el perdón y ciertas dosis de olvido. Incluso la vida pública necesita de la amabilidad, que libera de la crueldad que penetra las relaciones humanas y nos hace pensar en el otro y en su felicidad (cfr. Fratelli tutti 124).
El Papa Francisco en su última Encíclica invita al diálogo y a la amistad social. Nos convoca al «diálogo entre las generaciones, el diálogo en el pueblo, porque todos somos pueblo, la capacidad de dar y recibir, permaneciendo abiertos a la verdad. Un país crece cuando las diversas riquezas culturales dialogan de manera constructiva: la cultura popular, la universitaria, la juvenil, la artística, la tecnológica, la cultura económica, la cultura de la familia y de los medios de comunicación» (FT 199).
La Iglesia acoge con respeto las normas que se van dictando para luchar contra la Covid-19. Pero también pide que se salvaguarden la libertad religiosa y los derechos de los fieles. Todo ello es mucho más que la libertad de conciencia. Reclama una actitud proactiva del Estado, la misma que debe tener para la salvaguarda de todos los derechos humanos.
Queridas autoridades, queridos ciudadanos: la Iglesia Católica, en una sociedad plural y democrática, no impone el Evangelio. Pero tampoco puede dejar de anunciarlo a tiempo y a destiempo. Por eso, con respeto y cariño a todos, os pido que no andéis divididos. Dilatemos nuestro mundo interior, cantemos otros cantares, soñemos otras realidades. El Dios que nos mostró Jesucristo es inconfundible y apuesta decididamente por la fraternidad. Solo con la verdad, la justicia y la misericordia se podrá fecundar la vida pública y construir la paz (cfr. FT 227).
La Iglesia Católica en Madrid, conmigo como arzobispo, ha estado y estará ahí siempre. Al lado de su pueblo. Porque la Iglesia y la caridad no echan el cierre, porque estamos dispuestos a seguir anunciando, con más fuerza si cabe, un mensaje de esperanza y de salvación, transparentando la ternura y la cercanía de Dios y dando la mano a los que más sufren. También queremos ayudar a rebajar el envilecimiento de la actividad pública, suscitando cordura y generando una convivencia respetuosa, contagiando valores públicos y privados y promoviendo toda forma de encuentro y de diálogo, como hemos hecho en varias ocasiones reuniendo a políticos de todo signo.
A todos los hombres y mujeres de la inteligencia y de la acción política os invito a que nos ayudéis a ensanchar la mirada y el horizonte. Por ello, con humildad pero con toda firmeza, a todos y muy especialmente a quienes tenéis responsabilidades en la vida pública: «Os ruego, hermanos, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros» (1 Cor 1, 10).