Hace 25 años, en 1997, el Papa san Juan Pablo II me nombró obispo de Orense. En 2002, él mismo me nombró arzobispo de Oviedo; en 2009, Benedicto XVI me llevó a Valencia y, en 2014, Francisco, a Madrid. Con todos los límites que tengo, los que veo yo y todos los que veréis vosotros, he intentado confesar con todas mis fuerzas que «Cristo ha resucitado verdaderamente y que en su humanidad glorificada ha abierto el horizonte de la Vida eterna para todos los hombres». Puedo decir que mi vida ha estado al servicio exclusivo de la Iglesia, pero también me habéis dado mucho, en todos los lugares donde he servido. Os pido perdón por todo aquello que no hice como debía o que dejé de hacer.
Al cumplir 25 años de obispo, recuerdo al que me ordenó sacerdote en mi diócesis de origen, Santander, a don Juan Antonio del Val. Con su humanidad fraguada en la comunión con Nuestro Señor Jesucristo y con su entrega total supo hacerme descubrir que la Iglesia ha de ser «casa y escuela de comunión y misión». Él me consideró digno para el ministerio sacerdotal y así me incorporó al presbiterio de Santander; él se fio de mí y, desde los primeros momentos, quiso que estuviera muy cercano a él en su ministerio episcopal, como vicario general y rector del seminario.
Gracias a la Iglesia que en Orense me acogió para ser su obispo y me enseñó a serlo. Allí me encontré con una familia que me ha acompañado a todos los lugares en los que he estado. Gracias a la Iglesia que camina en Asturias, que me enseñó a ver las realidades en las que vive el ser humano y a defender su dignidad. Siete años junto a la Santina ayudan a agrandar el corazón. Gracias también a la archidiócesis de Valencia por contagiarme su luz, su esperanza y su amor; ¡qué años más felices viví allí! La Mare de Déu dels Desamparats me acompañó de una manera especial. Gracias a la Iglesia que camina en Madrid; la riqueza de tantos hombres y mujeres que llegaron de otros lugares de España y de fuera de ella, hacen de nuestra archidiócesis un lugar con una singularidad especial para seguir construyendo la cultura del encuentro, para avivar cada día con más fuerza y energía la comunión y para sentir el gozo de la misión en este momento histórico que nos toca vivir.
A los hermanos sacerdotes de este presbiterio de Madrid les doy las gracias porque, movidos por la esperanza que viene de Dios y se ha revelado en Jesucristo, viven comprometidamente en el servicio de todos los hombres, con una preferencia por los que son más débiles. Admiro su generosidad y tenacidad. Necesito ser fortalecido por su fe, paciencia y ecuanimidad. A los hermanos sacerdotes del Ordinariato para los fieles católicos de ritos orientales que anuncian el Evangelio en tantos lugares de España, como obispo suyo, les agradezco su entrega al servicio del Evangelio. ¡Que sigan alentando a los hermanos a vivir la fe y a mostrarla con la vida!
También tengo hoy presentes a los seminaristas, que son esperanza para este pueblo y para la Iglesia. Los invito a crecer y a fortalecer su vida en este proceso de formación desde una comunión afectiva y efectiva a la Iglesia y con su obispo. Esta es la única manera de ser hombres de Dios que dan esperanza, crean futuro desde Dios y sirven a la Iglesia fundada por Jesucristo. Que sean valientes para vivir en la comunión, que no se dejen llevar por quienes la destruyen y son creadores de sospechas.
Y recuerdo a la vida consagrada, que es expresión viva por su consagración del admirable desposorio fundado por Dios, que es signo del mundo futuro. Su proyecto de existencia y de verdadera profesión es seguir evangélicamente a Jesucristo, no solo en el sentido jurídico y teológico, sino en su sentido social. Gracias por su ayuda en el anuncio del Evangelio; con sus vidas y obras colaboran para que Cristo sea conocido y amado.
Lo mismo agradezco a nuestros misioneros, los sacerdotes diocesanos, religiosos, religiosas y laicos, que escucharon aquí en esta Iglesia particular el «id por el mundo entero y anunciad el Evangelio» de Jesús, y respondieron con su vida marchando a diversos lugares de la tierra. Con su vida expresan que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica.
Miro hoy también a los laicos cristianos, a las familias, a los que admiro y convoco a tener una presencia viva y activa en medio del mundo, sin disimular ni esconder que son cristianos. Que muestren con su testimonio público el aprecio que los discípulos de Cristo tenemos a la vida desde su concepción hasta su término, y el amor a la familia cristiana que encuentra el icono donde mirarse en la familia de Nazaret; que se conviertan en Iglesia doméstica. Que se comprometan cada día más en las causas humanitarias, en la vida económica, social, cultural y política con el humanismo verdadero que nos entrega Jesucristo.
Termino con una mención a los niños y jóvenes, por los que siempre he tenido una preocupación especial, y a los ancianos y enfermos, a aquellos que están pasando momentos de más soledad y abandono, para que sientan a ese Jesús que cura y consuela.
A todos los encomiendo a Nuestra Madre, Santa María la Real de la Almudena. Que reconozcamos el nuevo contexto cultural en el que tenemos que vivir, un mundo que ha cambiado, y en el que tenemos que seguir anunciando el Evangelio.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid
*Esta carta es una adaptación de la homilía pronunciada por el purpurado en la Misa por sus 25 años de obispo el 22 de febrero