Homilía: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (ciclo C)

Hoy, día del Corpus Christi, la Iglesia nos sitúa en aquella tarde de Jueves Santo en la que el Señor nos dejó el mayor de los regalos: a sí mismo. Su amor por nosotros es tan desbordante, que inventó la manera de quedarse Él mismo con nosotros “todos los días hasta el final de los tiempos”. Y esto lo hizo pensando en cada uno de nosotros, pensando en ti: Para que tú puedas estar verdaderamente con el mismo Jesús que predicaba, que sanaba, que hacía milagros, que murió y resucitó.

Si los apóstoles se quedaron sorprendidos cuando vieron a Jesús multiplicar los cinco panes y los dos peces para saciar a cinco mil hombres, ¿cómo tendremos que sorprendernos nosotros al darnos cuenta de que bajo la apariencia del pan y del vino está Jesús, el de verdad? ¿Cómo tenemos que sorprendernos cada vez que venimos a Misa porque, en el momento de la consagración, por el poder que la Iglesia le ha dado al sacerdote, se abren los cielos, y el Padre nos envía a su Hijo en el amor del Espíritu Santo para que se entregue por nosotros?

Y Jesús no solo ha querido quedarse con nosotros como algo externo, sino que ha querido estar tan cerca, que ha querido que lo comamos, que sus especies nutran nuestro cuerpo y que su presencia nos transforme en Él, nos santifique y nos divinice.

Qué derroche de amor de Jesús, a quien no importó saber que muchos iban a dudar de su presencia en la Eucaristía, que otros iban a ignorarla, y que otros incluso iban a profanarla buscando herir a quien sabían de alguna manera que ahí estaba presente. ¡Cuánto nos ama Jesús…! ¡Qué amor más dulce, sereno y puro el que se encierra bajo la apariencia de la blanca hostia!

Por eso, sobre todo en este día, vamos a responder con nuestro amor a su amor desbordante. Vamos a pedirle que avive nuestra fe y encienda nuestro amor para que creamos de verdad que Él está ahí. Y, si creemos que está ahí, tenemos que venir a estar con Él. Porque lo necesitamos y porque espera, como hombre, nuestro consuelo y nuestro amor.

Vamos también a vivir cada Misa y especialmente el momento de la comunión con todo nuestro amor, con toda nuestra adoración, con todo nuestro agradecimiento. Que nada nos distraiga. Que miremos interiormente a Jesús en el silencio de nuestro corazón, y le amemos y le adoremos. Vamos igualmente a pedir por aquellos que aún no pueden acercarse a comulgar, para que pronto pueda nacer y así tengan la dicha de experimentar el “peso de amor” de llevar a Jesús en el pecho.

Y vamos finalmente a pedir a la Virgen, la que nos da siempre a Jesús, que este sacramento produzca en nosotros su fin, que es la comunión, es decir, la común unión de todos los hombres con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Que todos seamos UNO.