«¡Ay, Iglesia mía!, toda hermosa, engalanada con la misma Divinidad que te penetra, te satura, te ennoblece, enalteciéndote con tal fecundidad, que tú, Iglesia mía, eres el mismo Verbo Encarnado que sale del seno del Padre rompiendo en Palabra y abrasándose en el Espíritu Santo. ¡Ésa es tu Real Cabeza, Iglesia mía!
¡Qué hermosa eres con la hermosura del mismo Dios Altísimo y Santísimo! ¡Si se te derrama toda la divinidad de tu Esposo por todos tus miembros vivos…!
Iglesia mía, tú eres Madre con el mismo corazón del Padre. La única Paloma blanca que encierra en su seno a toda la adorable Trinidad».
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