Nuestra Señora de la Luz (Patrona de los empleados del gas y de la electricidad). Santos: Justino, Simeón, Esteban, Benito, Juvencio, Felino, Gratiniano, Tespesio, Firmo, Crescenciano, Próculo, Esquirión, Pánfilo, mártires; Gerardo, Conrado, Gaudencio, Reveriano, obispos; Floro, Cándida, Claudio, Zenón, Fortunato, confesores; Iñigo, Caprasio, abades; Juan, soldado; Simeón, Bernardo, monjes.
Nació en Flavia Neápolis (moderna Naplusa, llamada también Nabulus o Nablus, en Jordania) cuando comenzaba el siglo II. El nombre se lo dio Flavio Vespasiano al conquistarla en el año 72. Antiguamente se llamaba Siquén, en Palestina central, uno de los lugares más fértiles, con múltiples resonancias bíblicas. Cuando nace Justino es muy populosa, está habitada por resentidos judíos de origen samaritano y por una multitud de colonos paganos que están a la expectativa de mejores alternativas y posibilidades con el asentado gobierno y pacificación de la zona.
Justino es nieto e hijo de paganos; su padre se llamó Presco. Cuando se haya convertido al cristianismo utilizará esta condición de sus raíces para aprovechar la mejor disposición que muestran los paganos hacia la fe en Cristo que la de los mismos judíos.
Lo que caracteriza su vida es la búsqueda apasionada y sincera de la verdad con todas las consecuencias, comenzando a profundizarla en su medio ambiente griego; la buscó entre los estoicos, peripatéticos y pitagóricos, pero intuye la existencia de algo más profundo y definitivo que lo que proporcionaban aquellos sistemas filosóficos.
Reflexionando sobre un hecho, descubre luminosidades de nueva y mayor sabiduría. Resulta que el martirio de los cristianos no acaba con ellos, y que, después de las persecuciones –tan frecuentes y sangrientas– no solo no se extinguen, sino que crecen con mayor pujanza, y son tan numerosos… y pasan tan fugaces quienes los mandan matar a pesar de llamarse divinos a sí mismos… Esta situación de facto fue una puerta abierta a su curiosidad intelectual, un acercamiento a la verdad. A más muertes, más cristianos; además, se advierte que la condena injusta, porque su comportamiento es ejemplar en la vida ciudadana y hasta en la muerte de los mártires; él mismo comprueba que han conseguido dominar sus pasiones y que no desprecian a los demás. Justino, inquieto por la sinceridad de la vida cristiana, se decidió a vigilar más sus pasiones mientras se adentraba con el estudio en el profundo mundo de la Biblia. Esta fue su propedéutica para la fe. A los cuarenta años era un profundo creyente y se bautizó.
Nunca desechó la filosofía convencido de que la verdad no ataca a la fe; más bien entendió que la vida de fe –don de Dios– supera todo conocimiento humano, porque es sobrenatural, y corona todos los saberes posibles.
Abrió escuela en Roma. En ella enseña que la filosofía –búsqueda de la sabiduría– lleva a la fe en Cristo porque Él mismo es la Verdad; por eso afirma que la filosofía que no termina poseyendo a Cristo, no es auténtica búsqueda de la verdad, sino retórica vana. Cristo se convierte así en la Verdad por la que vale la pena morir, como hacen los cristianos. Todo lo demás son consecuencias de este planteamiento de fondo. Escribe, habla con la fogosidad de un neoconverso, diserta como un experto en filosofía en el intento sincero de cumplir su deber profesional; es consciente de que, con su nuevo esquema, el deber del filósofo –obligado a extender la verdad– coincide con el cristiano de testificar a Cristo. Y para ello utiliza las herramientas a su alcance con las mejores expresiones platónicas queriendo hacer más aceptable la verdad, sin impertinencias, arrogancia o altivez, pero también sin la más mínima cesión en su defensa. Los cristianos son los que vivifican el mundo, porque en ellos se hace vida Cristo; a los empedernidos judíos les hablará de las profecías cumplidas; con el filósofo cínico entablará polémica pública en términos filosóficos; cuando arrecian las persecuciones mencionará la seguridad en Dios creador, conservador del universo, redentor y juez.
El filósofo presiente el martirio. A su pluma –escribe con estilo literario discutible– hay que agradecer la descripción de las reuniones cultuales de los cristianos, en el siglo ii, para celebrar la divinidad de Jesús, facilitando así un testimonio irrefutable de continuidad en la misma fe, verdad y vida. Con las eruditas Apologías –Justino es un apologeta de pies a cabeza–, dedicadas a Antonio Pío y Marco Aurelio, afina en la censura de los errores y debilidades de los gobernantes al exponer las injusticias que por su culpa se cometen contra los cristianos. Si en Diálogo con Trifón solo hubiera descrito el sacrificio de la Misa habría sido suficiente monumento para la posteridad; pero, además, al presentar en su síntesis las razones de por qué y cómo se celebran los misterios de la salvación, habla de la encarnación y muerte de Cristo, de su presencia en la eucaristía y de la comunión, de la unidad de la Iglesia, y de la función de María. Pero con esos escritos ha armado el brazo del perseguidor.
Un colega envidioso lo acusó ante las autoridades romanas de «ateísmo e impiedad» y se negó a sacrificar a los ídolos. Dio un testimonio –más elocuente que el que daba con su fogosa palabra– cuando le cortaron la cabeza junto con otros seis mártires. Con el paso del tiempo, el papa Urbano VIII mandó poner sus reliquias en la iglesia de los capuchinos de Vía Veneto.